San Vicente de Paúl: su perfil apostólico
Cuando Vicente de Paúl nació a la vida (1581-1660), era uno de los tantos campesinos de su tiempo. No tenía sangre azul en sus venas, su cultura no le permitía escribir grandes obras, estaba excluido de toda carrera. Sin embargo, mientras muchos se preguntaban el por qué las cosas, él dio vuelta los valores vigentes, preguntándose: «¿Por qué no?»¿Por qué no se puede cambiar, innovar, mejorar? Fue esto lo genial del coraje, de la misión, del carisma de la caridad.
Con su acción y su sensibilidad cambió el modo de sentir las cosas, tanto que después de él la Iglesia y el mundo no fueron más los mismos. Inventó un nuevo rol de la mujer, puso al centro de la vida la persona con sus necesidades y sus esperanzas. No inventó la caridad, sino la descubrió en el seno de la Iglesia y la colocó en los vértices de los intereses del mundo.
En el no hay solo el “santo”. Hay también un siglo, un pueblo, un pasaje. Hay una vida. Hay una Iglesia. Hay un Dios.
Estamos en la Francia del Seiscientos, caracterizada por las guerras y las luchas políticas, carestías y epidemias, caracterizada también por la gran miseria de las poblaciones, sobre todo en el campo. El Estado francés no solo no se preocupaba, su política era la de “ensalzar el nombre del Rey sobre las naciones extranjeras”. Ello condujo la situación económico-social a niveles trágicos: eran numerosos los mendigos, los vagabundos, los niños abandonados; la mendicidad en el Seiscientos constituyó un problema angustioso e inquietante. Era elevada la mortalidad infantil: el 50% de los niños moría antes del primer año de vida. Escuálida era la situación en los hospitales, en los que se encerraban los pobres y vagabundos, considerados vehículos de enfermedades, de desorden y de inmoralidad. Inhumano tratamiento se reservaba a los presos. El campesino francés, que vivía en la miseria y sufría el hambre, estaba oprimido por situaciones de todo tipo que provocaban luchas en el campo. Era baja la productividad unida a las técnicas agrarias atrasadas, a las inclemencias del tiempo (años de heladas, inundaciones, sequías) a las persecuciones de los bandidos en los alojamientos y a los pasos de las tropas durante la Guerra de los Treinta años, que produjeron carestía y esta a su vez epidemias y pestes.
Vicente condensó esta desoladora realidad en la frase notoria: “El pobre pueblo muere de hambre y se tortura”. Entre tanto, en aquel tiempo, el pobre no era considerado como un Cristo de revestir (s. Martino) o de ayudar a mirar el río de la vida (s. Cristóbal): el pobre representaba — según los estudiosos – el “gran miedo del siglo”.
Contemporáneamente, la Iglesia francesa era sacudida por la herejía, rebatida por la opulencia y la mundanidad de los obispos y de los prelados, por la decadencia del fervor y los escándalos en los monasterios de clausura, era impugnada por la ignorancia y la inmoralidad de los párrocos y de los sacerdotes. Algún Obispo iluminado había buscado dar vida a grupos de vírgenes consagradas dedicadas a los pobres, a los enfermos, a los analfabetos, a los huérfanos. Pero se encontró inmediatamente con la mentalidad del tiempo: impensable una hermana fuera de la clausura, retenida indispensable para custodiar la fragilidad femenina.
Poco a poco, y entre miles de dificultades, Vicente entendió que el Señor lo llamaba a una misión en todo terreno y, al término de su larga existencia, fue reconocido por la Iglesia y por la sociedad del tiempo como
- EVANGELIZADOR DEL CAMPO
- FORMADOR DEL CLERO
- PADRE DE LOS POBRES
- INNOVADOR DE LA VIDA RELIGIOSA FEMENINA
Para responder a las necesidades de evangelización del campo, San Vicente fundó la congregación de los Padres de la Misión, un grupo de sacerdotes itinerantes dedicados completamente a una forma de anuncio extraordinario capaz de suscitar una auténtica renovación cristiana. Se trataba, en parte, de continuar en el campo la gran obra de los predicadores del tardío Medio Evo, pero las diferencias introducidas por Vicente fueron notables: las misiones tenían un carácter más eclesial, en cuanto partían de una missio canonica, estaban, entonces “invitados” por la parroquia, no “invitados” extraordinariamente. Tenían un carácter más sistemático y realizaban un camino de evangelización y de renovación inspirado en los Ejercicios Espirituales Ignacianos. Comportaban un acercamiento de las personas entre sí (“le paci”) y con Dios por medio de la confesión general y comunión, pero con predomino de la catequesis, por la que Vicente tenía una verdadera pasión. Meta ideal era la de llevar a todos los cristianos a “vivir santamente”: las Misiones, para Vicente, representaban la obra principal.
La actividad de los primeros Misioneros fue incansable. Ellos predicaron en los primeros seis años, alrededor de 140 misiones: dado que eran solo siete e iban en misión en grupos de dos o tres, significa que dedicaron apostólicamente casi trescientos días al año. Ellos fueron los primeros que lograron predicar la Misión según las tres características del Concilio de Trento: “instruir, convertir, hacerse entender”:
De las Misiones nacían después los Retiros espirituales y los grupos de oración como las Capillas Serotine y las Asociaciones de la Adoración Perpetua, es así que a un cierto punto el Misionero dejaba el lugar al párroco y la misión se transformaba en un simple ministerio de la pastoral.
Acercándose a los sacerdotes en las parroquias rurales, el se dio cuenta del estado de ignorancia en el que vivía el clero francés: un joven de buena voluntad llegaba a la ordenación después de un somero aprendizaje cerca de un párroco que sabía un poco más que él. Las consecuencias de tal formación eran graves: muchos no conocían bien las fórmulas de los Sacramentos, había de aquellos que se confundían, por no decir los que celebraban un “resumen de la Misa”. Hasta aquel momento, en Francia, el Concilio de Trento sobre la apertura de los seminarios había quedado en letra muerta. Vicente puso mano a la obra y fundó seminarios en muchas diócesis de Francia, en cuya dirección puso, provisoriamente, algunos sacerdotes de la Misión.
Se comenzó con los Retiros de 10 días de duración para los ordenandos, predicados por los Padres de la Misión, entes en la diócesis de París y despacito también se fueron dando en otras diócesis. Para la formación permanente, se crearon las Conferencias de los Martes. Los seminarios nacieron como prolongación natural de los Retiros.
Siempre recorriendo la zona rural francesa, advirtió la responsabilidad de la trágica situación de la población abandonada en la desesperación, obligada a engrosar el número de los mendigos y abandonados: “Los pobres que no saben dónde ir, ni qué hacer, que sufren y se multiplican cotidianamente, son mi peso y mi dolor”. De frente al estado de extrema necesidad de una familia pobre y abandonada, Vicente tuvo una extraordinaria intuición: llamó a algunas nobles mujeres a formar un grupo parroquial estable para el socorro de los pobres, las Damas de la Caridad. Esto articuló los laicos y contenía en sí el germen de dos excepcionales novedades en el ejercicio de la caridad cristiana: el movimiento laical Vicentino o (Voluntariado, Conferencias de san Vicente) y la Compañía de las Hijas de la Caridad. Hasta aquel momento, en la Iglesia se practicaban solamente la limosna y la beneficencia: realizada por cada persona y por los nobles. Pero la limosna era esporádica y desorganizada, confiada a la buena voluntad de cada uno y la beneficencia era un acto de dádiva por parte de los ricos, nobles, aristocráticos… Desde Vicente en adelante, nace la caridad: estructurada, organizada, constante, presente, atenta.
De la evolución comunitaria y organizada de un grupo parroquial de tipo laical y a beneficio de los pobres, nacieron enseguida las Hijas de la Caridad y por la historia de la vida religiosa femenina en la Iglesia se trató de un momento- clave: donde fallaron Santa Ángela Merici, y San Francisco de Sales y otros, mientras que San Vicente y Santa Luisa de Marillac lo lograron. Ellos realizaron una verdadera refundación de la vida comunitaria femenina, creando un nuevo estilo de presencia de la mujer en la Iglesia y en la sociedad: las Hijas de la Caridad, reconocidas como la Institución más audaz del Seiscientos. Aún si expresando un gran respeto por los tradicionales conventos de clausura, Vicente advertía que si sus Hijas hubiesen sido consideradas una nueva orden religiosa, para ellas hubiera sido necesaria la clausura, indispensable para salvaguardar las mujeres privadas de la protección del marido. Las Hijas de la Caridad no estaban llamadas a realizar la Profesión Solemne (que hubiera significado para ellas la obligación de la clausura y con ella el fin del servicio a los pobres), no tenían que usar un uniforme particular, ni vivir en lugares separadas de la gente común.
Entre los puntos claves de la novedad estaba también el rechazo de la presunta ley biológica que consideraba a la mujer más débil y voluble e incapaz entonces de una intervención directa en la vida social. Por primera vez, San Vicente, reaccionó a las costumbres de la época que pedía a las familias dotes muy altas para el ingreso de sus hijas al convento. La Hija de la Caridad, para comprender mejor las necesidades de los pobres, tenía que ser de origen modesto sea del punto de vista cultural, social y en cada caso, estaba llamada a hacer propia las sólidas virtudes de laboriosidad, de entrenamiento al trabajo, de obediencia de pobreza de las jóvenes campesinas, de las “buenas hijas del campo”. Si alguna noble entraba entre las Hijas de la Caridad, no asumía posición privilegiada, sino que se conformaba al estilo pobre del Instituto.
Vicente sabe de la novedad y diversidad de su Institución respecto a las otras instituciones femeninas del tempo: si las Agustinianas sirven a los enfermos en los hospitales parisinos del Hotel Dieu y las Hospitalarias de la Caridad de Notre-Dame en el hospital de Plaza Royal en parís, las Hijas de la Caridad van a buscarlos en sus casas y asisten aquellos que habrían muerto sin socorro, no osando pedir el mismo. Asistiendo los abandonados, los ancianos, “los pobres locos” los soldados en los campamentos, los heridos en los campos de batalla, cumplen un “servicio” que no era realizado por ninguna otra comunidad religiosa.
El ideal religioso de las Hijas de la Caridad estaba sugerido al inicio de la Regla: «El fin principal para el que Dios las ha llamado y reunido es para honrar a Nuestro Señor Jesucristo como la fuente y el modelo de toda caridad, sirviéndolo corporalmente y espiritualmente en la persona de los pobres, sean enfermos, encarcelados u otros que por vergüenza no expresen su necesidad”. En torno a la identificación de Jesucristo en la persona de los pobres estaba escrito en las Reglas comunes y en las Reglas particulares para las hermanas de las parroquias y pueblos, para las hermanas docentes y para las hermanas de los hospitales y de las cárceles, un conjunto de normas detalladas y ricas de humanidad, que respondían a la multiplicidad de servicios y a la gran cantidad de pedidos. En el primer lugar estaban los pobres, «que hay que servir con mucha dulzura y cordialidad, compartiendo sus males, escuchando sus lamentos como una buena madre debe hacerlo, porque las Hijas de la Caridad están destinadas a representar la bondad de Dios hacia los pobres. Ellos representan la persona de Nuestro Señor, el que dijo: «Aquello que hagan al más pequeño, es como si me lo hubieran hecho a mi »». El servicio a los pobres era entonces, prioritario, tanto que preveía muchos casos en los cuales las Hijas de la Caridad habrían tenido que dejar sus prácticas espirituales previstas en la Regla para socorrer a los indigentes.
Por ello, las Vicentinas fueron llamadas a re-interpretar todos los elementos clásicos de la vida religiosa (vida común, castidad, obediencia, pobreza, espacios de oración y de silencio lejanía del mundo) de forma absolutamente nueva y como respuesta a las necesidades de los tiempos. La búsqueda del rostro de Dios, la vida común, la obediencia, la castidad y pobreza, no se agotan en sí mismas, constituyen la sustancia de una segura presencia de evangelización y de caridad entre los hombres: La experiencia evangélica, entonces, se realiza tanto en la soledad del claustro cuanto en el servicio al prójimo.
Vicente de Paúl debe hacer todos los esfuerzos posibles para convencer a las autoridades de la Iglesia que en el caso de las Hijas de la Caridad no se trataba de monjas, sino de jóvenes unidas en comunidad, libres de ir y venir por las calles de la ciudad, de entrar en las casas de los pobres, en los hogares y en las cárceles. Ellas se transformaron en el modelo de las nuevas comunidades religiosas femeninas de orden caritativo: las hermanas no usaban ningún hábito particular, vivían en lugares llamados “casas” y no convento; su preparación a la vida religiosa se llamaba” seminario” y no noviciado y los votos eran temporales: valían entonces solo por el tiempo de permanencia en la Compañía.
Su servicio a los pobres asume inmediatamente amplitud y cuidado impensable, en una época en que se experimentaba el miedo de los pobres y la indiferencia, cuando no el rechazo de la infancia, de los enfermos, de los indigentes a domicilio y en los hospitales, la instrucción de base en las zonas rurales, la asistencia a los abandonados, a los huérfanos, a los galeones, a los mendigos, a los ancianos abandonados, a los locos, a las mujeres arrepentidas, a los soldados en el campo de batalla, fueron todos lugares de acción de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl desde el origen de la Compañía.
En el primer lugar están los pobres, a quienes hay que servir con mucha dulzura y cordialidad, compartiendo sus males, escuchando sus lamentos como una buena madre debe hacerlo, porque las Hijas de la Caridad están destinadas a representar la bondad de Dios hacia los pobres. Ellas representan la persona de Nuestro Señor Jesucristo, el que dijo: “Lo que hacen al más pequeños a mi me lo hacen”. En el fuego de una caridad activa y operativa, Vicente de Paúl supo realizar la “adhesión a Cristo”, por medio de la “adhesión al pobre”.
Vicente llama a los pobres “nuestros patrones y señores”: y el señor en el Seiscientos estaba circundado de una áurea sacra, que exigía respeto y veneración: se trata, para Vicente, de dar vuelta la escala de valores por lo que los últimos se vuelven primeros “señores y patrones” a quienes se le debe respeto y devoción. La suya fue una perspectiva espiritual inmensa en la historia, fundada sobre la sólida virtud, desconfiada de los sentimentalismos religiosos y soslayado del gusto por los fenómenos místicos excepcionales que significan repliegue sobre sí mismo y fuga a lo privado, así era la moda de aquel tiempo: “En esto reconocerán que son Hijas de la Caridad — decía frecuentemente a las hermanas —si no tienen ambición ni presunción: si no se creen más de lo que son, ni más que las otras, bien sea en el cuerpo, bien en las condiciones del espíritu, bien por su familia, o por sus bienes o por su virtud, lo cual sería la ambición más peligrosa” (Conf. 25 enero 1643).
En un célebre parágrafo de la Regla de las Hijas de san Vicente está resumido lo que se transforma en patrimonio también de la comunidad fundada por Juana Antida. En su Regla de 1802 encontramos las mismas palabras, cuando nos traza la identidad de las Hermanas de la Caridad de Besançon:
“Teniendo ordinariamente
por monasterio la casa de los enfermos;
por celda, la casa alquilada;
por capilla, la iglesia parroquial;
por claustro, las calles de la ciudad y los pabellones de los hospitales;
por clausura, la obediencia;
por reja, el temor de Dios,
y por velo, la santa modestia,
deben, a fuerza de esto,
conducir una vida religiosa
como si fuesen profesas de una orden religiosa”.
La tradicional experiencia claustral, fundada sobre el aislamiento del mundo, pierde así su carácter exclusivo de culmen del “estado de perfección” en la convicción – continuamente rebatida en sus célebres Conferencias y en sus escritos – que contemplación, vida común tarea ascética, no concluyen en sí mismas, pero constituyen la premisa para una eficaz acción entre los hombres. Uno de los principales frutos de esta nueva visión apostólica, la Regla de las Hijas de la Caridad, con su típico perfil espiritual y su apertura sobre el mundo de los pobres, representó por consecuencia un modelo- guía para muchas otros tipos de comunidades religiosas que, inmediatamente se inspiraron en la tradición “vicentina”.