Para nosotras, Hermanas de la Caridad, el icono elegido para la 110ª Jornada del Emigrante y del Refugiado es muy evocador: en la ilustración vemos la dramática precariedad de las tiendas de un campo de refugiados y nuestra memoria carismática se remonta a la experiencia de la Madre Thouret que, en agosto de 1795, se ve obligada por las repercusiones de la Revolución Francesa a abandonar su Franche-Comté natal: se une a su hermana menor Jeanne Barbara, que ya había partido al exilio en los meses anteriores. Ambas se encuentran en las montañas de la Suiza francesa, acogidas por la Congregación del Retiro Cristiano de su padre Antoine Receveur.

Juana Antida, obligada a exiliarse

En el cantón de Friburgo, muchos católicos franceses, sobre todo obispos, sacerdotes y ex religiosos, habían establecido su residencia hacía tiempo. Son demasiados, la situación se vuelve inmanejable. En septiembre, se dicta un decreto de expulsión para la congregación del padre Receveur.

Comienza para sus Solitarios un largo y agotador peregrinaje, que para Juana Antida durará 19 meses: la caravana avanza en medio de continuas y graves penurias: cruza la frontera austriaca, entra en Alemania, encontrando refugio temporal y precario en las diversas ciudades atravesadas al paso de la enorme cruz. Los miembros de la Congregación sobreviven a duras penas, rechazados por las autoridades locales, acosados por los ejércitos revolucionarios franceses y, en algunos casos, rodeados de la abierta hostilidad de las poblaciones, que les acusan de propagar enfermedades, incapaces de encontrar los cuidados necesarios para los numerosos enfermos de la caravana.

Giovanna Barbara sufrió el destino de otros muchos Solitarios y Solitarias: murió de fatiga y penurias en Neustadt. Tenía 24 años. En ese mismo invierno atroz, el padre Receveur describe en tono dramático la situación de «agonía» de sus hermanos y hermanas: aterrorizados por la posibilidad de que se les unieran los ejércitos revolucionarios franceses de cuyo avance en Baviera se tiene noticia, incapaces de encontrar qué comer, fuertemente aconsejados por las autoridades a renunciar a su hábito religioso y dispersarse momentáneamente para escapar a la brutalidad de los soldados jacobinos, se encontraron «ante obstáculos que parecían insuperables, sin asilo, sin protección, sobre todo sin salud, sin trabajo, perseguidos por los ejércitos franceses y sin posibilidad de obtener pasaportes para ir más lejos, expuestos a una dispersión y a un final poco menos que escandalosos».

En la primavera de 1797, Juana Antida se separó del grupo de refugiados solitarios de Wiesent y decidió regresar a Suiza: a pie, sola, afrontó dos meses como peregrina exiliada, obligada a ir de un refugio improvisado a otro, escapando de hombres malintencionados, varias veces perdida, acogida y refrescada por «buenos samaritanos», escuchando misa en alemán en capillas remotas a lo largo del Danubio.

Fue para ella una experiencia de desposesión, de precariedad desestabilizadora, de desilusión con su deseo de comunidad, de viva preocupación por sus hermanos y hermanas enfermos, de profunda unión con Cristo crucificado, de confianza diaria y convencida en la gracia y la bondad paternal de Dios.

Dios camina con su pueblo

Muchos emigrantes -nos recuerda el Papa en su Mensaje para esta Jornada 2024- experimentan a Dios como compañero de viaje, guía y ancla de salvación. A Él se confían antes de partir y a Él se dirigen en situaciones de necesidad. En Él buscan consuelo en tiempos de desesperación. Gracias a Él, hay buenos samaritanos en el camino. A Él, en la oración, confían sus esperanzas. ¡Cuántas biblias, evangelios, libros de oraciones y rosarios acompañan a los emigrantes en sus viajes a través de desiertos, ríos y mares y de las fronteras de todos los continentes!

Nuestra memoria se remonta a la oración de abandono en Dios y de confianza en la Providencia que acompañó a Juana Antida durante aquellos dos años de exilio forzado. Cuando se encontraba al final de sus fuerzas y moralmente probada por los muchos peligros a los que se enfrentaba, tuvo el don de escuchar la voz de Dios en su interior: «¡Ánimo, hija mía! Permanece fiel a mí, no te abandonaré. Sigue adelante. Yo te haré conocer mi voluntad».

El recurso del carisma para emigrantes y refugiados

Si todos nosotros, hombres y mujeres de esta tierra, somos emigrantes en camino hacia la tierra prometida, tanto más nos sentimos las Hermanas de la Caridad fuertemente interpeladas por la difícil situación de los emigrantes y refugiados, que en nuestra época hipermoderna ha alcanzado nuevas proporciones y esboza cuestiones de acogida o rechazo totalmente nuevas en comparación con nuestro pasado.

Hay muchas Hermanas de la Caridad en todo el mundo comprometidas directamente en el servicio de acogida, protección, inclusión social y pastoral de los refugiados y solicitantes de asilo. Pero cada Hermana de la Caridad es consciente de que la experiencia de la itinerancia ha modelado a nuestra Fundadora y que nosotras, sus hijas, estamos llamadas a

cultivar esta dimensión interior de abandono en Dios y de confianza en la Providencia,

  • optar por un estilo de vida, personal y comunitario, que se contente con lo «meramente necesario»,
  • hacernos «buenos samaritanos» hacia Cristo que llama a nuestra puerta hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo, encarcelado, pidiendo ser encontrado, escuchado, sostenido, acompañado hacia la plenitud de su humanidad.
  • Sensibilizar sobre el fenómeno de las migraciones forzadas, para contrarrestar los prejuicios, las discriminaciones, las generalizaciones, las cerrazones.
  • llamada a la acción niños, jóvenes, adultos, familias, estudiantes…. Encontrar, acoger y acompañar a los refugiados no es algo que deba confiarse a especialistas. Se trata de promover, juntos, como comunidad, la dignidad de los refugiados y sus derechos y deberes como ciudadanos.

Hermana Paola Arosio

Coordinadora de un Centro Jesuita de Servicio a Refugiados y Solicitantes de Asilo