Beata Enriqueta Alfieri: su vida
Hna. Enriqueta Alfieri
la “Mamá” de San Vittore
una mujer para la vida, la libertad y la caridad
Los orígenes
La Hna. Enriqueta Alfieri – María Ángela Dominga – nace en Borgo Vercelli el 23 de febrero de 1891, hija de Juan y Rosa Compagnone. Es la primogénita, y después de ella nacieron tres niños Ángela, Adela y Carlos.
María es educada sabiamente por sus padres profundamente cristianos. Transcurre la infancia frecuentando la escuela primaria mientras durante su adolescencia alterna los trabajos domésticos y los del campo. Como era frecuente en ese tiempo, se especializó en el arte del bordado. Su carácter se fue formando dulce y fuerte al mismo tiempo.
La vocación religiosa se manifestó hacia los 17 años, pero sus padres la aconsejaron esperar. Los años de la espera refuerzan en ella la decisión de donarse toda a Dios.
El 20 de diciembre de 1911, con veinte años, entra como postulante en la Congregación de las Hermanas de la Caridad en el Monasterio “Santa Margarita”, Vercelli, Familia religiosa en la que ya había dos tías y una prima.
Los Superiores perciben en la Hna. Enriqueta una inclinación por lo educativo: el 12 de julio de 1917 consigue el Diploma para la enseñanza primaria.
En la Cruz con Jesús
Es enviada como educadora al Jardín de Infantes “Mora” en Vercelli. De improvisto después de pocos meses, está obligada a abandonar la escuela por motivos de salud.
Es trasladada a la Casa Provincial de Vercelli, la gravedad de la enfermedad no fue detectada rápidamente. En abril de 1920, en Milán, es sometida a numerosas terapias, sin resultados positivos. Se le diagnostica una grave enfermedad, degenerativa. Llevada a la enfermería de la Casa Provincial de Vercelli, sus condiciones continúan agravándose, inmovilizándola en la cama, con grandes dolores por tres largos años.
En su diario anota: “Si por la vocación somos puestas en el Calvario, por la enfermedad estamos en la Cruz con Jesús. La cama se debe considerar como un altar de sacrificio en el que debemos inmolarnos como hostias pacíficas y víctimas de amor. Por ello es necesario sufrir santamente, aprovechando en el espíritu y en la virtud. Sufrir no basta; es necesario sufrir bien y para sufrir bien hay que sufrir con dignidad, con amor, con dulzura y con fortaleza”.
Agraciada para los demás
Declarada su enfermedad incurable. La Hna. Enriqueta va en peregrinación a Lourdes “con la esperanza – escribe la superiora Provincial que la joven Hermana, verdadero ángel de bondad pueda obtener de la Virgen Santísima la curación o el consuelo…”. Regresa sin haber obtenido la curación, pero ella se siente igualmente agraciada en el espíritu, porque, se siente más fuerte en la aceptación de su sacrificio de inmolarse cada día.
En este período de sufrimiento, se delinean los trazos característicos de su espiritualidad: participación en la Pasión de Cristo por medio de la Cruz; fidelidad en el Amor; sereno abandono a la Voluntad de Dios, manifestado constantemente por su sonrisa y por la simplicidad con la que vive la experiencia del Calvario: “La verdadera Religiosa, delante de la Cruz o penetrada por la espada responde siempre con una sonrisa…”, así escribe en sus apuntes.
En enero de 1923, el médico que revisa a la Hna. Enriqueta la declara al final de su vida. El 25 de febrero, día de la IX Aparición de Nuestra Señora de Lourdes, a las 8.00 horas mientras la Comunidad participaba de la Santa Misa dominical la Hna. Enriqueta, víctima de incontables dolores y sufrimientos, bebe un sorbo del agua de Lourdes con un grandísimo esfuerzo. Después de un breve desmayo, siente una voz que le dice: “¡Levántate!”. Rápidamente se levanta, libre de dolores y de la parálisis. Ella misma escribe: “…la buena y Celeste Mamá mi hizo resurgir de la muerte a la vida… Sentimientos: reconocimiento, maravilla, desilusión. Las puertas del paraíso cerradas, reabiertas las de la vida”. Grande es la alegría y la maravilla de las hermanas frente al acontecimiento extraordinario. Los médicos declaran la curación clínica, reconociendo lo inexplicable.
Mientras sus condiciones continúan mejorando, los Superiores, para no favorecer la expansión de manifestaciones y de entusiasmo religioso suscitado en la ciudad por el prodigioso acontecimiento, destinan a la Hna. Enriqueta a la Cárcel de San Vittore, en Milán, donde se encuentra como Superiora la tía, la Hna. Elena Compagnone.
La luz vence a las tinieblas
Delante de ella, se abre un nuevo mundo para descubrir, en el que el horizonte, está siempre delimitado por los muros altos, las largas galerías, las puertas cerradas, y por las rejas: Y allí la Hna. Enriqueta sabrá moverse con la fuerza de la caridad.
Su vida, manifiesta una tensión hacia la santidad, plasmada en los años del sufrimiento físico, aparece claramente en un escrito suyo, en ocasión de la renovación de los Santos Votos: “La vocación es un don grande, inestimable y del todo gratuito… La vocación no me hace santa, sino me impone el deber de trabajar para alcanzarla…”.
La Hna. Enriqueta inicia el nuevo y difícil apostolado llevando la luz de la fe allí donde parecen vencer las tinieblas del mal: Escribe “La caridad es un fuego que quemando ama expandirse; sufriré, trabajaré, rezaré para atraer las almas a Jesús. Comienza así su larga práctica de la caridad. La joven religiosa ejercita la mansedumbre y la acogida: pasa en las celdas, escucha, consuela, anima a las detenidas. Se delinea en ella una personalidad con autoridad y atractiva, capaz de ejercitar un fuerte ascendente con las detenidas sostenida por una intensa vida de oración, y por una ininterrumpida unión con Dios y también por una fuerte experiencia de vida comunitaria.
La mirada dulce, firme, alta y el rostro sereno, la palabra suave y el gesto medido y gentil, le dan una capacidad comunicativa inmediata, permeada de una humanidad que logra conquistar la confianza de las personas a quienes se acerca. Su presencia y su palabra traen el orden y la serenidad en las infaltables situaciones de tensión que se verifican en la cárcel. Quien la conoció afirma que, raramente, se debía llamar a los guardias para tranquilizar los tumultos.
Hacia fines de 1939, la Hna. Enriqueta es nombrada Superiora de la Comunidad de las Hermanas de la Caridad de San Vittore. Es la guía segura de nueve religiosas que por su pronto e incansable servicio, parecen muchas más. De hecho están en todas partes: por las galerías, en las celdas, en los talleres Algunas de estas hermanas, viven aún, la recuerdan: ejemplar en la vida espiritual y en la rica humanidad, serena en la adversidad, fuerte en el sacrificio, alegre en el sufrimiento, en el que sabía ver un signo de la predilección del Señor.
En el jardín interno de la Cárcel, donde hay una pequeña gruta con la imagen de la Virgen de Lourdes, a la Hna. Enriqueta le gusta reunir cada tarde, pequeños grupos de mujeres para un momento de oración. Muchas veces este momento, se transforma en la ocasión favorable para recoger las confidencias y los dolores de sus vidas.
La caridad de la Hna. Enriqueta no se queda dentro de las paredes de la Cárcel: cuando las detenidas son transferidas o liberadas saben que pueden contar con la “Mamá” de San Vittore, la que continúa, aún por escrito sosteniendo, confortando y amando sus “Huéspedes”.
El amor vence al odio
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, también San Vittore sufre la dominación nazi fascista. La población carcelaria cambia: los criminales comunes son sustituidos por los detenidos políticos, los hebreos, junto con los sacerdotes y religiosos dedicados a colaborar con la Resistencia.
Los alemanes guían la Cárcel casi como un campo de concentración; esta se transforma en el lugar de los interrogatorios, de las torturas físicas y morales de las condenas y de las partidas para los campos de exterminio.
La Hna. Enriqueta, con sus Hermanas, está en primera línea para defender las víctimas, para ayudarlas y sostenerlas, desplazándose en las horas oscuras por las galerías, entran en las celdas y favorecen los encuentros.
Logra llevar a los prisioneros el socorro material, mientras contemporáneamente advierte a las personas en peligro, con noticias, cartitas para que puedan huir a tiempo, destruye las pruebas, para que logren defenderse de los espías. De esta manera muchos salvaron la vida.
La Hna. Enriqueta es una colaboradora de la obra del Cardenal A.I. Schuster encaminada a proteger vidas humanas, mediante la mediación del Padre José Bicchierai.
Toda la comunidad sostiene esta actividad por medio del servicio ordinario, pero la Hna. Enriqueta es quien se asume personalmente todos los riesgos y los peligros que tal trabajo le comportan.
El arresto y la liberación
La estrecha trama de solidaridad tejida en éstos años, parece improvistamente romperse: el 23 de septiembre de 1944: una esquelita es interceptada y las consecuencias son inmediatas: La Hna. Enriqueta es arrestada y con ella sus dos colaboradoras. Se la acusa de espionaje, con el riesgo y casi la certeza de la condena: ser fusilada o deportada en Alemania. Se convierte en la matrícula nº. 3209.
Es colocada en la Celda de aislamiento, en la misma Cárcel, la Hna. Enriqueta transcurre días de angustiosa espera, en incesante oración, feliz de compartir la suerte de tantos hermanos, pero segura de haber realizado el deber de Hermanas de la Caridad y de italiana.
En sus “Memorias” cuenta: “Desde aquel momento la oración y la meditación se convierten en mi única ocupación, mi fuerza en la reclusión. Y no le había dicho tantas veces a las pobres detenidas: ¡si estuviese en el lugar de ustedes, gastaría todo mi tiempo en la oración! ¡Y llegó el momento!… ¡Qué gracia poder rezar!”.
Es entonces que de su corazón surge esta bellísima oración frente tanta marea de injusticia, de opresión y de dolores, Señor ten piedad del pobre mundo; de esta nuestra queridísima y destruida Patria y haz que de los perversos escombros de lágrimas y de sangre… purificada resurja pronto más linda, más trabajadora y fuerte; más honrada y sobre todo más cristiana y virtuosa”.
Después de once días de detención, gracias a la intervención del Cardenal Schuster y de un amigo personal de Mussolini, el peligro de la temida deportación en Alemania, pasó: es condenada a la detención en Grumello del Monte, Bérgamo, en el Instituto Palazzolo, un asilo para menores con problemas psíquicos.
Aquí transcurre casi dos meses de exilio, en los que se alternan en ella los momentos de paz y de serenidad interior, y angustia y miedo por la suerte de aquellos que aún están en la Cárcel: “Escuchaba los llantos desolados y las angustiosas invocaciones de piedad; veía aquellos rostros pálidos y los ojos desolados y lagrimosos; me parecía sentirme apretar las manos por sus manos en un saludo moribundo. Todo ello me destruía y no podía dormir, sufría y rezaba por ellos, me dolía no poderles prestar ningún consuelo. El pensamiento de aquellos que estaban en la Cárcel me entristecía, pero el de los deportados me destruía… y estaba constantemente fijo en mí de modo que era mi martirio interno… Debía hacer un poco de Moisés para aquellos que había dejado en la lucha; para aquellos que sufrían, para aquellos que morían. Debía continuar mi apostolado de Hermana de la Caridad, italiana y católica, con la oración y con la forzada renuncia del trabajo en el amado campo de mi misión”.
Pasada la tormenta, la liberación ocurrió el 7 de mayo de 1945, la Hna. Enriqueta regresa a San Vittore, donde retoma su misión de Hermana de la Caridad entre los nuevos detenidos: los enemigos de ayer. La Cárcel está ahora súper poblada de jerárquicos y funcionarios, de jóvenes mujeres que habían adherido a la República Social de Mussolini. Estaba delicada y luminosa por el sufrimiento e interiormente estaba más unida a Dios, así, puede iniciar su obra de reconstrucción material y moral en el interior de la Cárcel.
Con la atracción de su bondad, la Hna. Enriqueta es cada vez más cercana a todos los que sufren, a quienes buscan una palabra de serenidad y de ayuda. Solo ella logra entrar en la celda de una detenida particularmente difícil, Rina Fort, acusada de varios homicidios; con su paciencia conduce esta existencia lacerada al encuentro con la misericordia di Dio.
El encuentro con su Señor
En Septiembre de 1950, una caída en la Plaza del Duomo, le trae como consecuencia la fractura del fémur. Logra restablecerse, pero por breve tiempo. A causa de un mal gravísimo al hígado y a causa de su corazón tan probado, después de trece días de lúcida agonía, está lista para el encuentro con el Esposo. Después de haber recibido los Sacramentos, de los que participa con plena lucidez, confía con edificante serenidad: “No creía que fuese así de dulce morir”. Son las 15 horas del viernes 23 de Noviembre de 1951.
La noticia de su muerte es difundida por la radio, por los diarios. Su Cuerpo, expuesto en la capilla ardiente, es objeto de conmovedoras manifestaciones de afecto; las detenidas quieren ver una vez más al Ángel de San Vittore.
Los funerales, se celebran en la Basílica de San Vittore al Cuerpo, consagran el triunfo de la virtud y de la caridad y ven la participación de numerosas hermanas, Autoridades Civiles y Eclesiásticas y de numeroso pueblo.
El Párroco, Monseñor Dell’ Acqua, dicta esta inscripción que es puesta en el frente de la Iglesia: “Entre las paredes tristes donde se espía y en las tétricas celdas en las cuales las horas trágicas de la Patria se descontaba la culpa de amar la libertad y también Italia, vivió por largos decenios de tribulación, pasó como un ángel, lloró como una mamá en el tácito heroísmo de cada día. En ferviente oración como una llama iluminó y se apagó Enriqueta María Alfieri, verdaderamente y siempre Hermana de la Caridad”.
Hna. Wandamaria Clerici y la Hna María Guglielma Saibene