Hay varias Hijas de Juana Antida que pueden presumir de esta longevidad. Ciertamente, entraron en la comunidad incluso durante o justo después de la Segunda Guerra Mundial. Numerosas novicias, grandes comunidades, vistiendo todavía el mismo hábito religioso de la Fundadora: austero y solemne, pero destacando el rostro en un gran marco blanco como la nieve, con un delantal que acortaba la distancia impuesta por el imponente velo, porque recordaba el delantal de una madre.
Nuestras actuales «mujeres centenarias» atravesaron entonces una serie impresionante de cambios en la sociedad, sobre todo a partir de los años sesenta; en la Iglesia, desde el Concilio Vaticano II; en las propias realidades donde vivían, día tras día, su voto de servicio a los pobres. Sin amilanarse demasiado, manteniendo el corazón fijo en Dios Solo, dispuestos a adaptarse a los rápidos y profundos cambios, permaneciendo fieles a la llamada recibida: con un hábito más sencillo, el Breviario en las manos, comunidades menos numerosas y menos estructuradas, una implicación cada vez más coral en la vida de la congregación, de la Iglesia, del mundo.
Finalmente, les ha llegado el momento de acoger en la comunidad a hermanas ancianas y enfermas, una etapa más en la vivencia plena de su donación a Dios y a la humanidad.
Y ahora están ahí, debilitadas por la edad, a menudo en silla de ruedas, inmovilizadas en una cama, en un sillón con una aguja de ganchillo en la mano «para las misiones», pero orgullosas de haber ofrecido generosamente su vida a Dios, al instituto, a la Iglesia, a los pobres.
Si somos lo que somos hoy, si todavía tenemos recursos para comprometernos con la causa del Reino, se lo debemos a la resistencia, la flexibilidad, el coraje, la fe de estas mujeres centenarias.
Gracias.