«¿A qué escuela fuiste en primaria? ¿A la de las monjas o a la pública?» – «¡A la de las monjas!» respondía a mis amigos, y lo hacía con orgullo.

Nos encontrábamos con «los de la pública» en alguna ocasión, por ejemplo en la Fiesta de los Árboles: nosotros muy serios, con nuestros delantales blancos y lazo azul, no un uniforme sino un adorno, con una canción preparada y la maestra (la hermana Concetta, pero nos recordaba en cada ocasión que teníamos que llamarla «señora maestra») que nos ponía en posición para recitar un poema que, casi siempre, había compuesto ella.

En la escuela Grattarola, éramos pocas niñas de Solero en clase, pero con nosotras estaban las alumnas del «collegino», un lugar donde se alojaban niñas que no podían estar en casa con sus familiares, a las que dedicábamos fuerzas y energía, hoy el término correcto sería « inclusión», entonces a mí me parecía solo amistad, y tal vez un poco de solidaridad.

El tiempo durante el año escolar estaba dividido entre las «materias pesadas», por la mañana porque estábamos más despiertas, y las «ligeras» por la tarde: de hecho, el horario era muy extraño y siempre me pregunté si había una motivación pedagógica. Por la mañana íbamos a la escuela de 9 a 12 y por la tarde de 14 a 16, los jueves y sábados solo por la mañana en casa; para los niños que vivían lejos había un servicio de comedor, pero incluso los que vivíamos cerca íbamos corriendo a casa a la hora de comer para volver lo antes posible porque después de comer, en verano, se daba un paseo por el campo, en invierno se quedaba en los locales comunes y a menudo venía don Claudio Moschini, entonces vicario, a tocar y se preparaban los espectáculos para las fiestas.

Las épocas del año estaban marcadas por las fiestas, con los cantos y los trabajos manuales, con los poemas recitados con grandes gestos, con los trajes de los Reyes Magos y las guirnaldas para el Día de la Madre, y precisamente con motivo de una de esas fiestas me apasioné por el latín: La maestra me había escrito un poema en latín para dedicárselo a mi padre y mi curiosidad y mi pasión por la gramática hicieron el resto.

También recuerdo algunos momentos desagradables: una vez, jugando en el patio, me ensucié el delantal blanco y la maestra me castigó, luego llegó la hermana Anna Claudia, la monja de la sonrisa y la voz dulce, que me hizo volver a clase, convenciendo a la hermana Concetta de que siempre estaría atenta; otra vez discutí con la maestra sobre los transportes en Venecia, y como ya entonces era muy decidida, ella, tal vez para hacerme callar (¿era un poco petulante?), interrumpió mi relato; en ese momento me sentí tan ofendida y humillada que ¡me escapé! Me escapé… vivía a 50 metros de la escuela, pero mi madre se preocupó mucho cuando llegué a casa llorando. Todo está bien lo que bien acaba, porque la intervención de la hermana Augusta reconcilió mi alma enferma.

Pero también recuerdo los veranos, cuando junto con las chicas mayores, nos encontrábamos cosiendo, bordando, cantando y preparando escenas… Personalmente, me gustaba más este segundo tipo de actividades, nunca entendí la pasión que mis compañeras tenían por el medio punto.

Vivo en la misma casa, después de 50 años, y mirando al pasado, todavía veo desde mi balcón los tilos y todavía oigo los gritos y las risas, y el olor de la primavera, y el de los lápices y los cuadernos, y todavía pienso con cariño y gratitud en las queridas Hermanas de Santa Giovanna Antida que han dejado su huella en mi camino de fe y en mi camino de vida.

Maria Grazia Penna – Alumna de la hermana Maria Concetta Scarampi 

desde el año escolar 71/72 durante 5 años

La escuela llevaba el nombre de la marquesa Grattorola, que tras la muerte de su marido Giulio Antonio, ocurrida en 1798, fue una mujer benéfica y sumamente virtuosa. Al no poder ir en busca de los pobres y visitarlos debido a su enfermedad, dejó al pueblo de Solero, en la provincia de Alessandria, en Piamonte, feudo de sus antepasados, una renta anual de 3.000 liras, que se convertiría en ayuda a los enfermos a domicilio y en el salario de una maestra para la educación de las niñas, estableciendo así la Opera Pia Grattarola. El fondo de la Obra Pía se amplió posteriormente con donaciones y herencias privadas, hasta que quedó definitivamente a disposición del obispo de Alessandria.

Se abrieron entonces una farmacia para los pobres y una institución educativa para las niñas. Las maestras de párvulos y las encargadas de la farmacia eran las Hermanas de la Caridad fundadas por Santa Juana Antida Thouret (1765-1826), dedicadas al mismo espíritu con el que nació la Obra Pía: la educación de los jóvenes y la asistencia a los pobres. En 1845 se inauguró oficialmente la escuela, en presencia de las autoridades del país.

La escuela primaria «Opera Pia Grattarola», homologada después de la Primera Guerra Mundial, fue frecuentada a lo largo de los años principalmente por las niñas del país y financiada con los ingresos de la farmacia del mismo nombre.