Al final de una existencia larga, sabia, trabajadora y sufrida, la hermana Clemente Alimenti «se encontró con el Esposo con la lámpara encendida».
Así le hubiera gustado ser recordada:
Al final del camino me preguntarán: ¿has vivido? ¿Has amado? … Y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres.
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Maestra de novicias en el noviciado interprovincial en Italia y Rumania, luego Superiora Provincial de la Provincia de Roma, deja una herencia muy valiosa.
Murió en Civitavecchia, mientras se celebraba la primera víspera del Domingo de las Bienaventuranzas, según Lucas, y con la liturgia de ese día de ella podemos decir: «Alegraos y regocijaos, dice el Señor, porque vuestro galardón es grande en los cielos».
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Querida Hermana María Clemente,
ahora que has vuelto a los brazos del Padre, siento un profundo deseo de decirte «gracias». Nunca he sido una persona capaz de expresar fácilmente con palabras sus sentimientos, pero en mi corazón siempre he guardado un afecto sincero, una estima y una inmensa gratitud por ti.
Como sabes, pertenezco al primer grupo que tuvo la gracia de comenzar el camino contigo como nueva Maestra de noviciado. Desde el principio, supiste acompañarnos con esa delicadeza extraordinaria tuya, hecha de humildad, paciencia y profunda humanidad. En ti no había nada impuesto, nada rígido, sino solo la fuerza silenciosa de quien sabe acoger, comprender y entregarse sin reservas. En mi camino, tu atención maternal fue un regalo precioso. Recuerdo las noches en las que no podía dormir en el dormitorio y la forma en que, con discreción y atención, notabas mi cansancio. Me permitías quedarme en la cama un poco más que a las demás, y luego, con esa generosidad que te caracterizaba, incluso me ofrecías tu estudio, regalándome un espacio donde finalmente podía dormir.
Has tenido la misma delicadeza también con mi padre, que no aceptaba mi elección. Con humildad y paciencia, supiste acompañarme en el encuentro con él, incluso cuando su corazón permanecía cerrado. No exigiste nada, nunca te impusiste, solo amaste con la sencillez de quien sabe que el tiempo de Dios es más grande que cualquier proyecto nuestro.
Tu ejemplo de docilidad al voluntad del Padre fue para mí una luz silenciosa, pero poderosa. Tu intensa vida de oración no estaba hecha de palabras altisonantes, sino de un diálogo auténtico con Dios, vivido en la fidelidad cotidiana y en la entrega confiada a su voluntad. Hoy, al recordar todo lo que me enseñaste, siento que tu paso por la tierra fue una semilla fecunda que seguirá dando fruto. También me vienen a la mente las palabras que a menudo me repetías: «Recuerda que en tu servicio apostólico debes reservar siempre un puesto para las familias, especialmente para las más frágiles». Ahora que estás en el cielo, me doy cuenta de cómo, en los últimos tiempos, he descuidado un poco este compromiso. Quizás es tu manera de hacerme sentir tu voz, con la misma dulzura de siempre, que no impone, sino que invita a reencontrar lo esencial.
Gracias, querida Maestra, por lo que has sido y por lo que sigues siendo en el corazón de quienes han tenido la gracia de conocerte. Estoy segura de que ahora, en la luz del Padre, tu oración por nosotros será aún más fuerte.
Con cariño y gratitud,
Hermana María M.