Santa Agustina Pietrantoni: su vida

En el Santo Spirito grandes santos una pequeña hermana, una tormenta

El más antiguo hospital de Roma, el Santo Spirito, se encuentra a pocos pasos del Vaticano. A pocos pasos del lugar donde fueron sacrificado los primeros mártires cristianos y el mismo san Pedro. Entre estos muros pasaron grandes santos, para visitar y confortar a los enfermos: Felipe Neri, Carlos Borromeo, José de Calasanz, Vicente Pallotti, Juan Bosco. Y es aquí donde encontró la muerte, y la gloria, una pequeña hermana de los pobres, que el 18 abril de 1999 el Papa Juan Pablo II elevó al honor de los altares y que la Conferencia Episcopal Italiana declaró Patrona de los enfermeros de Italia, el 20 de mayo de 2003.

La Hna. Agustina, llamada Livia Pietrantoni, fue asesinada en el Santo Spirito la mañana del 13 de noviembre de 1894 por un enfermo de tuberculosis, llamado José Romanelli. Un episodio trágicamente casual, en la apariencia. El gesto de una persona desequilibrada, se diría. Pero para el pueblo de Roma, que sabe reconocer los santos, no fue así desde el inicio.

El día de las exequias de la Hna. Agustina en Roma se bloqueó la circulación. Cuenta esta noticia del diario El Mensajero del 16 de noviembre de 1894: « No fue visto un espectáculo más imponente en Roma. Desde la tarde las calles adyacentes al hospital de Santo Spirito y todas las por las cuales se pensaba debía pasar el cortejo estaban llenas de gente que hacía dificultosa la circulación». Miles de personas salieron a las calles, arrodillándose al paso del féretro. « Y no había una larga fila de soldados alineados, la multitud del oficialismo de los colores raros y deshechos», comentaba el cronista de El Tempo: «Era el pueblo todo; era la Roma del pueblo; era la gentil, caritativa santa Roma que daba el último saludo a aquella que, sacrificando deseos, pensamientos y vida, se había entregado angelicalmente a la caridad, al alivio de los miserables…».

Sobre el coche fúnebre despuntaba la corona de flores de la comunidad israelita, que tenía escrito: «A la mártir de la caridad». Detrás del féretro, el profesor Achille Ballori, director del hospital, gran Maestro Agregado a la Masonería, que murió también él, asesinado, en 1914, en el atrio del Palacio Justiniano. Fue él quien puso en guardia a la Hna. Agustina de la peligrosidad de Romanelli, fue él quien redactó el certificado de defunción y realizó la autopsia.

La hna. Agustina entró en aquel hospital el 13 de agosto de 1887, enseguida de haber recibido el hábito religioso. Tenía veintitrés años. El profesor Ballori asumió la dirección del hospital tres años después. Su primer acto fue el de expulsó a los 37 padres concepcionistas que cuidaban la asistencia espiritual. Salieron en procesión una vez para siempre, con la cruz en la cabeza, cantando el Magníficat. Sacados los crucifijos y las imágenes sagradas, a las hermanas que quedaban se les prohibió rezar en público, hablar de Dios a los enfermos, proponerles a ellos consuelo religioso. Era la Roma de Ernesto Nathan, los años del anticlericalismo abierto y obstinado. En la puerta de los pabellones de los enfermos de tuberculosis estaba escrito: «Libertad de conciencia». Quizá la Hna. Agustina no entendía ni siquiera el sentido de aquella expresión.

No había recibido gran instrucción. Segunda entre once hijos, Livia Pietrantoni venía de un pueblo de la Sabina, Pozzaglia, pudo realizar solamente la escuela primaria. No es que no fuese capaz de estudiar, pero, las dificultades económicas de la familia la habían conducido muy tempranamente lejos de los bancos de la escuela, la condujeron en las canteras de la ruta provincial Orvino-Poggio Moiano en ese momento en construcción, donde transporta baldes de piedras para una paga diaria de cincuenta centésimos. Trabajó entre los siete y los once años, logrando no obstante esto terminar el ciclo primario con buenas notas.

Su formación religiosa fue la del catecismo y de las pocas lecturas espirituales que escuchaba del abuelo Domingo. El Rosario, la misa, las flores que llevaba a la Virgen en la capillita de la Rifolta, afuera de su pueblo. Y el trabajo, fuera y dentro de la casa, donde su papá Francisco estaba obligado por la artritis y debía cuidar a los hermanos.

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Las montañas de Sabina

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Pozzaglia:
el pueblo natal de Livia Pietrantoni

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El pueblo de Pozzaglia

La entrada de la Iglesia

La Casa natal

Tenía un carácter fuerte y capaz de exponerse para alejar un espía que molestaba sus compañeras en el trabajo o para obtener una reducción de horario del mes de mayo, en concomitancia con la celebración de la noche en la iglesia parroquial. Es una dulzura firme que sus compañeras y los jóvenes del lugar notaban. De ella un viejo pastor decía después de su muerte: «Cuando venía a la montaña a buscar la leche de sus ovejas, nos hacía confundir. Nosotros pastores, más que a las ovejas nos asemejamos a los corderos, porque tenemos también los cuernos y nos gusta jugar con las mujeres especialmente sin son jóvenes y lindas. De palabras y de frases equivocas nuestros labios la pronuncian sin dificultad. Pues bien, en la presencia de Livia nosotros quedábamos como tontos. No lográbamos encontrar la palabra para dirigirle, sólo después de algunos minutos de espera. Aquella Bendita hijita nos imponía una sujeción y un respeto que nosotros no sabíamos explicarnos. Y cuando se iba, nos mirábamos como tontos riendo de nosotros mismos.»

La vocación le vino casi de casualidad, con la visita a su pueblo de un tío, Gray Mateo, que intuyó su disposición y escribió una carta de presentación a las Hermanas de la Caridad de santa Juana Antida Thouret. Se presentó, cohibida, en Roma, en el mes de enero de 1886, y obtiene un rechazo. Fue necesaria la intervención del párroco para hacerla aceptar sin la “dote” que en esa época cada novicia debía llevar consigo al Instituto.

El noviciado no le fue fatigoso, acostumbrada como estaba al trabajo cotidiano. Al ingreso oficial en la vida religiosa la maestra de novicias les dirigió un breve discurso: «Son cuarenta, como los mártires de Sebaste; que ninguna de ustedes salga del número. ¿Quizá alguna de ustedes quisiera imitarlos en el martirio?».

Donde Livia rezó

Pozzaglia: un pequeño santuario

En el Santo Spirito la Hna. Agustina fue enviada antes en el pabellón de los niños, sin encontrar dificultades, porque estaba acostumbrada a cuidar a sus hermanos dese la infancia. Por ello fue enviada enseguida al pabellón de los adultos. Dificiles, y a veces peligrosos . El clima, como ya se dijo, no era favorable para la presencia de las hermanas. Las que debían soportar dificultades, insultos, obscenidades, impedimentos de todo tipo, y desarrollar en silencio su trabajo y testimonio.

El doctor Buglioni, que trabajaba en el Santo Spirito, dejó de ella un recuerdo: «Siempre dulcísima, se prestaba a hacer no solo lo que era su deber, sino que lo hacía, muy a gusto, pronta, humilde ».

La disponibilidad al servicio la expuso en el 1889 cuando se contagió una enfermedad infecciosa que la llevó a un paso de la muerte. Durante la enfermedad, la hermana que la asistía, había exclamado: «Si la Hna. Agustina sanara, la mandaremos a hacer la enfermera en el pabellón de los tuberculosos». Y la Hna. Agustina sanó, delante de la maravilla de los médicos. Nos quedó la carta con la que informa a sus familiares: «Mis queridos padres, algunos meses atrás estuve gravemente enferma; yo debía morir y ser quitada para siempre del cariño y de la ternura de ustedes. ¡En qué grande dolor estarían hoy inmersos ! Pero no, no se aflijan y conmigo den alabanzas a Dios porque al presente, por gracia especial de María Santísima no solo estoy curada, sino que he ganado más salud que antes. Den entonces, gloria al Buen Dios y únanse a mi agradeciendo por tanto favor recibido sin ningún mérito mío.»

Los cinco últimos años de vida los transcurre en el pabellón en medio de los enfermos de tuberculosis. El silencio de su paso era llenado de caridad. Un testigo ocular recuerda de ella «A la noche, antes de retirarse, se acercaba a la cama del enfermo más grave y del más peligroso; les decía alguna buena palabra. Sucedía algunas veces que enfermos extraños o descontentos le hacían algún desprecio, como tirarle al piso el plato de la comida, o quizá encima de ella. También en éstos casos la Hna. Agustina no perdía la paciencia y no le trataba severamente».

Un día, por haber retenido un cuchillo a un enfermo, fue agredida y golpeada, tanto que las hermanas comenzaron a temer por ella. «Estamos muy expuestas, pero el Señor nos cuida » respondía la Hna. Agustina « y por ello no debemos descuidar nuestro deber de caridad por escapar del peligro, aunque nos costase la vida… Debemos esperarnos todo. Jesús fue tratado así».

Logró con el tiempo esconder en un depósito una imagen de la Virgen, que cada día, como hacía de niña en la capillita de Rifolta, adornaba de flores. Y de pequeños mensajes, algunos de los cuales se conservaron: « Virgen Santísima,» leemos en uno de ellos «consolá, calmá, convertí a aquellos infelices a quienes yo no puedo hablar ». Junto al lecho de los moribundos, testimoniaba alguno de ellos, «hacía el papel del sacerdote a quien no se podía llamar. Pasaba horas y horas ininterrumpidamente y el moribundo demostraba agradecimiento por su presencia, sus palabras de consuelo, de paz, de recuerdo de personas queridas.»

Aún cuando contrajo la tuberculosis, poco antes de morir, pidió con insistencia a la Superiora el permiso de permanecer en su lugar: « ¡Déjeme entre los tuberculosos! Estoy acostumbrada. Si viene otra a sustituirme, se contagiará ella la enfermedad también, y así seremos dos víctimas en lugar de una sola. El Señor sabe lo que conviene a mi alma y si quiere me curará».

José Romanelli era un preso reincidente, notable en Roma con el sobrenombre de “Pipo el loco”. La policía y la dirección del hospital conocían sus turbulencias y cuando fue expulsado del pabellón por intemperancia amenazó a la Hna. Agustina, que se vengaría de ella, y ella no tenía nada que ver. Escribió una nota: «Hna. Agustina, no te queda ni un mes de vida, morirás en mis manos ». La noche del 12 de noviembre de 1894 las hermanas, preocupadas por su salud, la invitaron a tomarse algunos días de descanso. La Hna. Agustina respondió: «Deberemos estar acostadas tanto tiempo después de la muerte que nos conviene estar un poco de pie mientras estamos vivas.»

Rome : la porte de l’hôpital du saint Esprit

Icône de sainte Agostina

Rome : l’hôpital du Saint-Esprit à Sassia

La mañana del 13 de noviembre el asesino la esperó en un corredor oscuro que llevaba hacia la despensa. Tres golpes en la espalda, el brazo izquierdo y en la yugular, antes que pudiese darse cuenta de lo que ocurría. Después, Romanelli le colocó el puñal en el pecho. «Virgen mía, ayúdame», fueron sus últimas palabras.

Posteriormente de realizar la autopsia, el profesor Ballori constatando que no había contracciones de los nervios o del corazón que indicasen algún esfuerzo de reacción observó: «La Hna. Agustina se hizo degollar como un cordero ». En el proceso contra Romanelli el profesor mismo testimonió que la Hna. Agustina no había nunca “provocado” de ninguna manera al asesino ni transgredido las disposiciones que prohíben hablar de religión.

En el novecientos se verificaron numerosos casos de curaciones científicamente inexplicables debida a la intercesión de la Hna. Agustina, que llevaron después de la guerra, a la apertura de la causa de beatificación y después a la canonización. Cuando Pablo VI la proclamó beata, el 12 de noviembre de 1972, la comparó con una de las mártires más queridas del pueblo romano: «Conocen la bárbara historia» dijo « se trenzan sobre la cabeza la doble corona de virgen y mártir. Retornan a la memoria las célebres palabras de San Ambrosio en honor de Santa Inés:

“Hoy es el día del nacimiento de una virgen: sigámosla en la pureza. Hoy es el nacimiento de una mártir: ofrezcamos nuestro canto al Señor.”